En la antigüedad el término comúnmente usado para referirse al precio a pagar por un préstamo, ya sea dicho préstamo en dinero, bienes, granos o animales, era el de usura. La expresión interés vino a sustituir en tiempos más recientes a la palabra usura, que quedó reservada para calificar el cobro de intereses excesivos.
Sin embargo no a todos les ha parecido lógico que se le pueda poner precio al dinero, que es en definitiva la unidad de cuenta que permite a los agentes económicos fijar los precios de los bienes y servicios que intercambian entre sí.
Las voces en contra se escuchan desde hace mucho tiempo atrás, y ya en la Biblia se lee:
“Si prestas dinero a mi pueblo, a los pobres entre vosotros, no serás usurero con él; no le cobrarás interés.” (Éxodo 22:25)
“No tomarás interés ni usura, antes bien teme a tu Dios y deja vivir a tu hermano junto a ti. No le darás a interés tu dinero ni le darás tus víveres a usura.” (Levítico 25:36).
“…quien no presta con usura ni cobra intereses…, un hombre así es justo” (Ezequiel 18:8-9)
“No prestarás a interés… ya se trate de réditos de dinero, o de víveres, o de cualquier cosa que produzca interés.” (Deuteronomio 23:20).
Pero no sólo en los textos sagrados encontramos objeciones al cobro de un precio por el dinero sino que varios filósofos griegos igualmente las tuvieron, y entre los que más influyeron en los tiempos futuros con sus argumentos fue Aristóteles, para el cual “…es digno de execración general el tráfico de dinero que saca ganancia de la moneda violentando su oficio”, ya que según el gran filosofo el dinero fue inventado solo para facilitar las permutas, considerando entonces antinatural que a través de la usura el dinero engendre dinero.
En Roma fue práctica común los préstamos a interés, tanto plebeyos como patricios solicitaban a los prestamistas dinero para cubrir sus necesidades a tasas que no tenían mayor regulación que la del mutuo acuerdo entre las partes, de ahí que se llegase a cobrar por los prestamos tasas de 48% al año, con el agravante de que era normal que al deudor que no cumpliera con sus obligaciones se le redujera a la esclavitud a favor de su acreedor por un tiempo estipulado, equivalente al monto adeudado. Hubo grandes romanos muy endeudados, como Julio Cesar, y muchos patricios también eran prestamistas como Brutus, uno de sus asesinos.
No será sino a finales del Imperio Romano que el Emperador Justiniano (Siglo VI D.C.) legisle al respecto y se reglamente el cobro de intereses por los prestamos, fijando tasas que varían entre un 3 y un 12% al año, dependiendo del riesgo de las operaciones.
En la Edad Media, los Santos Padres y los Doctores de la Iglesia, fueron muy severos en sus juicios acerca del cobro de intereses, calificándolo incluso de “pecado de usura”. Para esta época se consideraba el tiempo como de propiedad divina por lo que cobrar por el uso de un objeto o bien por un periodo determinado era comerciar con una pertenencia de Dios, algo prohibido bajo pena de excomunión. El prestigioso Santo Tomás de Aquino, una autoridad intelectual casi indiscutible para la época, desgraciadamente le prestó demasiada atención al tema; y a la objeción aristotélica de la esterilidad del dinero le anexó su tesis de que teniendo el dinero un valor facial ya fijado de antemano (valor nominal) era antinatural y pecado que un prestamista hiciera que una suma de dinero valorada en una determinada cantidad, al final de un determinado periodo, lograra que se le pagara por la misma un monto mayor. Dadas estas circunstancias y so pena de ser excomulgados de la Iglesia Católica, que era lo mismo que decir que se le prohibiera la entrada al Paraíso, los cristianos en su mayoría se abstuvieron de cometer el pecado de usura y dejaron que de eso se encargaran otros, entrando en escena los judíos, quienes se especializaron, entre otros oficios, en el de prestamistas (los mismos no podían tener propiedades, pero podían comerciar y prestar algunos servicios). Estando negado el préstamo a interés a los cristianos y como los descendientes de Abraham no podían ser excomulgados, éstos pudieron actuar con cierta libertad en este campo, y por si fuera poco en un pasaje del Antiguo Testamento encuentran incluso “permiso” para hacerlo: “Al extranjero podrás prestarle a interés, pero a tu hermano no le prestarás a interés.” (Deuteronomio 23:21). Al final los judíos se convirtieron en grandes banqueros y comerciantes, prosperando y haciendo prósperos a aquellos pueblos donde fueron tolerados.
En el Renacimiento cambió la manera de ver al dinero, como tantas otras cosas que cambiaron en esa época, se le reconoce al mismo su condición de ser no sólo unidad de cuenta y medio de cambio, sino también el de ser una mercancía más que podía ser comprada, vendida o arrendada y el tipo de interés pasó a ser el precio de ese arrendamiento. Cada vez más los préstamos pasaron de ser solicitados por campesinos arruinados por una mala cosecha u otra catástrofe para dar de comer a su familia, a ser solicitados por comerciantes para ser invertido en alguna empresa de negocios y también por nobles necesitados de armar ejércitos ya sea para la defensa o la conquista. Por lo que la carga moral del cobro de intereses disminuyó al ser los solicitantes personas que buscaban un beneficio con el dinero recibido en préstamo.
En Inglaterra, bajo el reinado de Enrique VIII (reinó de 1.509 a 1.547), se produjo la ruptura con la Iglesia Católica y se instituyó la Iglesia Anglicana, con el propio rey a la cabeza de la misma, era también el tiempo de la Reforma Protestante en algunos países de Europa y de la disminución de la influencia de la Iglesia Católica en muchos aspectos de la vida mundana, el comercio y la política, por ejemplo. Una de las acciones más interesantes de Enrique VIII fue solicitar a los comerciantes de la City de Londres un préstamo al 10% anual, avalando con esto de hecho y de derecho el oficio de prestar a interés y estableciendo una tasa referencial. Lo cual fue incluso reseñado por Adam Smith en su libro La riqueza de las naciones: “Por decreto de Enrique VIII fue prohibida en Inglaterra y declarada ilegal toda usura o interés que pasase del diez por ciento”. La cuestión pasaba ahora no a discutir sobre si se presta o no a interés, sino a la tasa a la que debe prestarse para que la operación no sea considerada como usura. Por lo que la regulación de la misma quedó como potestad de los legisladores y las autoridades en materia económica.
Con la Revolución Industrial se generalizó el préstamo a interés para respaldar las iniciativas de la nueva clase industrial, ya se distinguía claramente entre préstamos para consumo y préstamos para producción y los antiguos escrúpulos acerca del oficio de prestar dinero a una tasa de interés habían quedado muy atrás en el tiempo. De hecho hay quien afirma que aquellos países con sistemas financieros más desarrollados y capaces de aportar capital a las decisiones de los capitanes de empresas fueron los que a la larga se convirtieron en potencias comerciales e industriales en los Siglos XIX y XX (Inglaterra, Holanda, Alemania, Estados Unidos, etc.).
Lamentablemente también debemos afirmar que la usura como práctica reprobable aún existe, y es más común en los países pobres, la misma se aprovecha precisamente de los más desfavorecidos y es practicada como parte de la economía subterránea o sumergida. Son generalmente los usureros beneficiados por la poca bancarización de la sociedad y las altas barreras que presenta la banca tradicional para dar acceso a los productos y servicios bancarios al grueso de la población. Frente a esta situación las políticas públicas deben dirigirse a una bancarización masiva de sus habitantes y en el desarrollo del sector de las microfinanzas que apoye a los pequeños emprendedores en sus negocios, para disminuir los préstamos usurarios a su mínima expresión.
NOTA: Agradecemos la colaboración de éste artículo al Econ. H. J. Jiménez, @hjjc13 . Invitamos enviar aportes o sugerencias sobre Historia de la Tasa de Interés a yoskira@monedasdevenezuela.net
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